Dos caminos... dos destinos eternos, una decisión
Tema 6: ESTOY CONDENADA, NO ORES POR MÍ
Testimonio de la vida real narrado por una de las protagonistas
Publicado con base en la que el P. José Tomaselli, salesiano, editó fuera de España. POR: JEREMÍAS LÓPEZ
Dice la Santa Biblia: “En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo. 7, 40). De ello se deduce lo divinamente aconsejable que es recordar y hacer que todos se acuerden de los novísimos, como requisito necesario para alcanzar el Don de Santo Temor de Dios que es “principio de la sabiduría” (Eclo. 1, 11-15). Se ve, por el contrario, lo herético y malo que es olvidar y silen ciar estas verdades, incurriéndose entonces en muy sutil engaño diabólico que favorece lo opuesto, es decir, toda suerte de vicios y pecados. Es, por tanto, inmensa obra de misericordia leer y hacer que otros lean libros de éstos para poder hacernos dignos, todavía a tiempo, de la eterna salvación del Cielo.
CON LAS DEBIDAS LICENCIAS
Cáceres, a 5 de enero de 1983
El Deán y Vicario General
Lic. D. Félix Dominguez Vivas
Señor, que este testimonio abra los ojos y el entendimiento de quienes lo lean, para que vean y entiendan la maldad del pecado y su consecuencia eterna, y así de él se aparten y se conviertan a Ti. María Auxiliadora, Madre del verdadero Dios por quien se vive, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
INTRODUCCION
Este pequeño libro, que nos hemos dispuesto a publicar,... se refiere a un extraordinario acontecimiento realmente histórico que ocurrió no hace muchos años, y que la Autoridad competente dio permiso para darlo a conocer. Por ello se divulgó en seguida por muchas naciones. Sin embargo, todavía hay personas que no tienen noticias del mismo, y esto nos ha movido a volverlo a exponer en esta nueva edición, en la que se toman los datos de una traducción que lleva el imprimatur del en otros tiempos Vicario de Roma, Arzobispo Aloysius Traglia, y el V. B. del Superior Religioso, P. Manuel Romeo, Revisor salesiano de Catania; motivo por el cual el texto que inmediatamente ofrecemos ha gozado y sigue teniendo la debida licencie eclesiástica.
El Autor
Protagonistas del episodio
Las jóvenes Clara y Anita trabajaban juntas en una empresa comercial en... (Alemania). No estaban unidas con íntima amistad sino tan sólo por una natural y sencilla cortesía.
Tenían su trabajo de oficina la una cerca de la otra y no podía faltar un intercambio de ideas. Clara se decía abiertamente católica y sentía la necesidad de instruir y de aconsejar a Anita, cuando ésta se manifestaba ligera y superficial en asuntos religiosos.
Pasaron algún tiempo juntas; luego, Anita se casó y se alejó de la empresa. En el otoño de aquel año, 1937, Clara pasó sus vacaciones a orillas del lago de Gardé, a los pies de los Alpes Tiroleses. Hacia la mitad de septiembre, la madre de ésta le hizo llegar, desde el pueblo, una carta: «Ha muerto Anita N..., víctima de un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Waldfriedhof, en el cementerio del bosque».
La noticia impresionó a la buena Clara, conocedora de que su amiga ñno había sido muy religiosa... ¿Estaba preparada para el gran paso?
Habiendo muerto así de repente, ¿cómo se habrá presentado delante de Dios?...
A la mañana siguiente asistió a Misa, comulgó y oró fervorosamente en sufragio de su alma. Y bastante después, es decir, a las doce y diez de la noche, fue cuando tuvo lugar lo que, procedente de otro mundo, oyó, vio y se le transmitió...
Lo que le hizo saber la difunta
¡Clara, no reces por mí! ¡Estoy condenada... en el Infierno! Si te lo digo y te hablo extensamente también de mis cosas..., no pienses que esto lo voy a hacer como amigas, no; nosotros ya no amamos a nadie. Estoy obligada a hacerlo.., y lo hago como parte de aquel poder que siempre quiere el mal y... obra el bien... y quisiera verte llegar a este lugar a ti también, donde yo permaneceré para siempre.
No te enfades por esta expresión. Aquí todos deseamos igual; nuestra voluntad está petrificada en lo que vosotros llamáis «mal». También, cuando nosotros hacemos algo «bueno», como ahora yo, abriéndote los ojos en lo que se refiere al infierno.., esto no lo hacemos con buenas intenciones.
¿Recuerdas? Hace cuatro años nos hemos encontrado y conocido en... Tú tenías 23 años, y te encontrabas allí desde hacía medio año... cuando yo llegué.
Tú me sacaste de algunos apuros, por ser yo una principiante y me has dado muy buenas directrices. Pero ¿qué significa «buenas»?
Entonces yo alababa tu amor al prójimo. Mas ahora, juzgándote mal, digo: «¡Ridiculeces¡ Tu ayuda era pura coquetería... Como yo lo sospechaba en vida». Pues aquí nosotros no pensamos nada bueno de nadie.
Las travesuras de mi niñez y juventud ya las conoces, por habértelas contado. Ahora llenaré las lagunas de lo que omití referirte.
Según los planes de mis padres, yo no debía de haber nacido... Les caí como una desgracia... El día de mi nacimiento mis dos hermanas contaban ya con 14 y 15 años... ¡Ojalá volviera yo al no ser para evitar estos tormentos!... ¡Con qué placer dejaría yo mi existencia, como un vestido de ceniza que se pierde en la nada!
Pero, no: yo debo existir así. Así, como yo misma pasé acá... con una existencia fracasada.
Cuando papá y mamá, jóvenes aún, se trasladaron del campo a la ciudad, ambos habían perdido el contacto con la Iglesia, y esto fue «mejor»..., pues simpatizaron con gente que no practicaban la religión, es decir, con incrédulos y ateos.
Se habían conocido en un salón de baile... Y medio año después les «urgió» casarse...
En la ceremonia nupcial «se les pegó tanta agua bendita», que mi mamá iba a la Iglesia, solamente a la misa dominical, un par de veces al año. Nunca me enseñó a rezar. Se agotaba en los cuidados cotidianos de la vida, aunque nuestra situación económica no era mala.
Palabras como las de «rezar», «misa», «Instrucción religiosa», «Iglesia», las repito con gran repugnancia interior. Aborrezco todo eso, como odio con todas mis fuerzas a los que van al templo, y en general a todas las personas y a todas las cosas.
Realmente de todo nos viene tormento. Todo cuanto nos invitó a enmendarnos antes de morir, todo recuerdo de cosas vividas y sabidas, es para nosotros una llama punzante. Y de todos los acontecimientos descuella la gracia que nosotros hemos despreciado... ¡Qué espantoso tormento!... ¡No comemos, ni dormimos, ni nos movemos!
Espiritualmente encadenados..., nuestra «vida» consiste en llantos y estridor de dientes. ¡Esta se desliza entre humo, odiando en los tormentos! ¿Lo oyes? Nosotros aquí tragamos el odio como agua; también el uno contra el otro. Pero, sobre todo, nosotros odiamos a Dios.
Quiero que tú lo comprendas.
Los bienaventurados en el cielo deben amarlo... porque ellos lo ven sin velos, en su belleza deslumbradora, lo cual los hace de tal manera felices, que no es posible explicarlo. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos vuelve furiosos...
Los hombres en la tierra no ven a Dios, pero por la creación y la revelación lo pueden conocer y lo pueden amar...; aunque no estuvieran obligados a ello.
El creyente -y te lo digo rechinando los dientes- que medita y contempla a Cristo, con sus brazos clavados en la Cruz, acabará por amarlo... Pero aquél, a quien Dios se le acerca sólo en el torménto, como castigador, como justo vengador, porque un día fue por él repudiado..., como aconteció con nosotros..., éste no puede hacer otra cosa que odiarle con toda la fuerza de su malvada voluntad y «eternamente», en fuerza de su libre aceptación de estar separado de El. Esta resolución de odio que gritábamos al morir en la tierra, se perpetúa en la eternidad y nunca la retiraremos.
Obligada debo aquí agregar que Dios es misericordioso hasta con nosotros. Dije «obligada» porque aún en el caso de decirte estas cosas sin querer, con todo no puedo mentir, como bien lo quisiera yo. Muchas cosas te las digo en contra de mí voluntad. Así pues, las palabrotas que quisiera proferir, tengo que callármelas.
Dios fue misericordioso con nosotros, no permitiendo que en vida hubiésemos sido tan malvados, como lo hubiéramos deseado ser, lo cual hubiera acrecentado nuestras culpas y también nuestras penas de acá. El nos hizo morir antes de tiempo..., como pasó conmigo, interviniendo con otras circunstancias acordes con su misericordia.
Y también ahora El se manifiesta misericordioso con nosotros, «no obligándonos» a acercarnos a El más de lo que ya nos separa del mismo, que es como una especie de «disminución» de tormentos. Pues..., cada paso que me obligase a estar más cerca de El, me produciría una pena mayor..., como mayor pena te daría a ti, cada paso más que dieras, acercándote a una hoguera.
Tú te espantaste cuando yo, en cierta ocasión, en un paseo, te dije que mi padre, algunos días antes de mí primera Comunión, me había dicho: Anita, esfuérzate para merecer un hermoso vestido; lo demás son puro cuentos..., Por no decir mentira...
Tu sobresalto me dejó algo impresionada; mas ahora solamente me provocaría a despectiva risa.
Lo único «razonable» que había en aquellas exageraciones era que se admitía a la primera Comunión tan sólo a los doce años. Yo entonces me encontraba ya metida en las diversiones mundanas..., Y así ninguna impresión saludable dejó en mí la primera Comunión; no le di importancia.
El que ahora muchos niños sean admitidos a la primera Comunión a eso de los siete años... nos enfurece. Hacemos todo lo posible para que la gente crea y se convenza que a los niños les falta la adecuada preparación. Nos conviene que antes hayan cometido algún pecado mortal...
Entonces la blanca Hostia no les hará gran provecho; en cambio ahora la fe, la esperanza, la inocencia bautismal son fuerzas vivas en ellos. Tú te acordarás que éstas eran mis ideas cuando estaba viviendo con vosotros.
Te he mencionado a mi padre. Pues bien, muchas veces reñía con mamá. No te lo decía entonces a ti por vergüenza. Mas esta vergüenza la juzgo ahora como gran «ridiculez»... Porque aquí, entre nosotros, nos ufanamos de haber pecado...
Mis padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, y mi padre en el cuarto de al lado, para estar libre y poder llegar a cualquier hora. Bebía mucho, así que despilfarraba nuestro patrimonio.
Mis hermanas trabajaban, pero necesitaban para sí lo que percibían. Mamá también empezó a trabajar y ganar algo.
En el último año de su vida, mi padre le pegaba mucho a mamá cada vez que no le daba dinero para sus bebidas...; en cambio conmigo fue siempre muy amable. Un día -ya te lo conté y tú entonces te enfadaste por mis caprichos (¿de qué no te enfadabas conmigo?)- un día, hasta dos veces, me complació, devolviendo mis zapatillas, porque la forma y el tacón no me parecieron conforme a la última moda.
La noche en que mi padre tuvo su ataque de apoplejía mortal sucedió algo que yo, por temor de una interpretación desagradable, nunca me atreví a manifestártelo. Pero ahora estoy obligada a decírtelo... Es muy importante esto: que entonces, por vez primera, fui acometida por el espíritu atormentador que ahora tengo.
Dormía yo en el cuarto de mamá, la respiración regular me decía que su sueño era profundo; mas he aquí que, de improviso, llamóseme por mi nombre. Una voz desconocida me dijo: ¿Qué harás, si tu papá muere?.
¡Yo ya no amaba a mi padre desde que se portaba tan villanamente con mamá...; así como tampoco ya desde entonces no amaba yo absolutamente a nadie! ¡Sólo estimaba a quienes me favorecían, pues amar (sin egoísmo y perdonando) es propio de los que viven en gracia, y yo no estaba en gracia de Dios!... Por tanto, contesté a la voz misteriosa, sin darme cuenta de dónde viniese, diciéndole primeramente:
-«No tiene él por qué morir»...
Después de una pausa breve, de nuevo la misma voz claramente preguntaba: ¿«Qué será de ti, si muere tu papá?»...
-«No: no morirá de ningún modo» -vociferé con áspera respuesta.
Pasados algunos minutos, otra vez oí la voz que me dijo: «¿Qué será si muere tu papá?» Entonces recordé muy triste cómo papá muchas veces, volviendo a casa en estado de embriaguez..., gritaba y maltrataba a mamá.., y cómo él nos había humillado delante de la gente..., Por lo cual, enfadada repliqué:
-«Le estaría bien». (Consiguiendo así el maligno que yo cometiese un grave y mal deseo).
No insistió ya más el astuto tentador.
Pero al otro día, al ir mamá a arreglar el cuarto de papá, lo encontró cerrado con llave. Mi padre no había aún salido. Se pensó que estuviera enfermo. Forzóse, por tanto, la puerta y se lo halló tendido en cama, vestido a medias, y ya muerto. Y dijeron que falleció a causa de apoplejía, a la que era propenso por su alcoholismo.
Observación. Tal vez Dios había vinculado la salvación del padre a una obra buena de la hija..., a la que desde siempre, él había querido...
¡Qué responsabilidad para todos...: Dejar perder las ocasiones de hacer algún bien al prójimo...! Pues dice la Santa Biblia: "El que honra a su padre expía sus pecados... Será escuchado cuando rece... Tendrá larga vida... El día del peligro será ello recordado" (Eclo. 3, 1-10), para que, socorrido, arribe más fácilmente a la bienaventuranza eterna...
Sigue diciendo el alma condenada
Marta K. y tú habíais conseguido me admitieran en la Asociación de Jóvenes... Debo decir, en verdad, que encontré bastante adaptadas a la moda parroquial las Instrucciones de las Directoras, las Señoras F y G...
Los juegos eran divertidos y, como sabes, entré al poco tiempo en la sección de la directiva. Esto me agradaba y lo mismo las excursiones.
Hasta condescendí algunas vecesen ir a confesarme. Pero mis confesiones eran muy superficiales. No encontraba «nada» de qué acusarme... Las conversaciones y pensamientos malos no tenían importancia para mí... Y para acciones groseras no estaba suficientemente corrompida.
Tú, en varias ocasiones, me decías: «¡Anita, si no rezas te vas a condenar!... Pues en verdad rezaba yo muy poco, y este poco sin ganas.
Declárote que estabas en lo cierto... Todos los que se abrasan en el infierno, o no han rezado nunca, o no han rezado lo suficiente...
La oración es el primer paso hacia Dios..., Y es el paso decisivo. En especial la oración a la que es la Madre de Cristo cuyo nombre nosotros nunca pronunciamos.
Esta devoción arranca al demonio un sin número de almas que (mientras permanecen en pecado mortal), él las tiene como suyas propias.
Sigo adelante en mi narración, consumiéndome de rabia..., y sólo porque estoy obligada... Rezar es la cosa más fácil para el hombre en la tierra; y precisamente a esta cosa tan fácil Dios ha ligado la salvación de cada uno.
Al que reza con perseverancia, El, paulatinamente le da tanta luz..., lo fortalece de tal manera, que por fin hasta el pecador más hundido en los vicios puede, en efecto, enmendarse.
Yo, en los últimos años de mi vida, ya no rezaba, como era mi deber, y así me faltó la Gracia, sin la cual nadie puede salvarse.
...Aquí, donde estoy, ya no recibimos ninguna gracia; y..., aun cuando llegase, las rechazaríamos cinicamente con rabia. Todas las fluctuaciones de la existencia terrenal han terminado en esta "otra vida".
Entre vosotros, sobre la tierra, el hombre puede elevarse del estado de pecado al estado de Gracia.., y de la Gracia puede precipitarse en el pecado, a veces por debilidad, otras por malicia.
Tras la muerte, este subir o bajar se acabó, porque tiene su raíz en la imperfección del hombre terreno o libre, y aquí nosotros hemos alcanzado el estado final.
Aun entre vosotros, con el crecer de los años, esos cambios se efectúan más raramente. Sin embargo, hasta la hora de la muerte, puédese volver a Dios, o bien, dársele las espaldas. Pero en general, como arrastrado por una corriente, el hombre, con los postreros arrestos de la voluntad, se comporta, antes de morir, como estaba acostumbrado en su vida.
Las costumbres buenas o malas son cual una segunda naturaleza que lo arrastran, respectivamente, al Cielo o al Abismo. Esto fue lo que me sucedió a mí. Desde hace años vivía lejos de Dios... Por lo mismo, en la postrera llamada de la gracia, me decidí contra Dios.
Lo más fatal para mí... no fue el hecho de que yo cometiese muchos pecados, sino que ya no quise volverme a Dios...Tú muchas veces, me instabas a escuchar la santa predicación y a leer libros espirituales, «No tengo tiempo», era mi contestación de siempre... Por eso, cada día, mi voluntad fue más perezosa, voluble o poco firme.
Debido a esta situación ya, desde antes de mi salida de la Asociación de Jóvenes, presentóse demasiado pesado para mí volver a otro camino...
Experimenté tristeza y desánimo, porque a mi conversión se oponían mil dificultades.
Me sentía tan cobarde... De seguro que tú no sospechaste nada.
Parecíate la cosa muy sencilla. Un día me dijiste: «Ana, haz una buena confesíon... y todo estará arreglado».
Yo estaba de acuerdo...; pero el demonio, el mundo y la carne me tenían ya muy cogida entre sus garras.
Nunca creí yo en las asechanzas del demonio (en quien ella no parece creyera en vida); mas ahora debo decirte que él tiene gran poder sobre las personas que se le entregan... y yo estaba en esas condiciones. Tan sólo muchas oraciones de otros y mías, muchos sacrificios y sufrimientos, me habrían podido arrancar de él y de sus insidias.
Y esto, poquito a poco. Si actualmente hay menos poseídos exteriormente, poseídos interiormente los hay y «muchos». El demonio no puede quitar la libre voluntad a los que se dan a él. Sin embargo, por esta apostasía (de entregarse uno a lo pecaminoso, rechazando a Dios), permítesele al maligno morar en ellos (Jn. 6, 70-71).
Yo tengo aversión al demonio. Pero apruebo sus astucias, porque todo su ideal estriba en buscar vuestra ruina; éste es su gusto, y el de sus satélites, los espíritus malos que están con él desde el principio de los siglos. Se cuentan por millones los que están entre los hombres para tentarlos, y no os percatáis de ello. No nos incumbe a los condenados tentar a nadie; es más bien obra de los espíritus caídos. (Efe. 6, 12).
Tal cosa les sirve hasta para acrecentar sus propios tormentos, pues cada vez que logran llevar a los infiernos un alma, ¿qué es esto, si se piensa en el odio mutuo que entre sí nos devora a cuantos habitamos en
el averno?
Sigo aún con mi narración... Por más que caminase yo por senderos apartados de Dios... Dios seguía mis pasos. Y también yo preparaba el camino a la gracia con actos de caridad naturales, los que yo hacía muchas veces por impulso de mí temperamento.
A veces Dios me llevó a alguna iglesia. Entonces sentía la nostalgia de Dios. En los días en que cuidaba de mi madre enferma, a pesar del mucho trabajo de oficina, no me faltaron consuelos a mi espíritu, por parte de Dios.
¿Recuerdas? En cierta ocasión me llevaste a la capilla del hospital, en un intermedio de las doce. ¡Entonces sentí un algo en mí y estuve a un paso de mi conversión porque lloré!... de inmediato, las diversiones mundanas irrumpieron de nuevo como un torrente contra la Gracia; y el grano se ahogó entre las espinas. (Mt.13,22).
Con asertos cual el de que la religión es únicamente un sentimiento, como me repetían siempre en la oficina (lo cual era muy sutil y cómodo ateísmo), eché al olvido también esta invitación de la Gracia, como tantas otras...
...En cierta ocasión, tú me reprendiste porque en vez de una genuflexión, sólo había hecho una desaliñada inclinación. Juzgaste esto como un acto de pereza... y no te diste cuenta de que yo por entonces no creía ya en la presencia de Cristo en el Sacramento.
Ahora creo en El, pero sólo, naturalmente, como se cree en un ciclón, al verse después los destrozos que ha causado. Y así me había forjado una religión a mi gusto.
Tenía y sustentaba la opinión común entre nosotras las oficinistas... de que el alma, después de nuestra muerte, transmigra (mediante reencarnaciones) hacia otro ser... continuando así, sin fin, su peregrinación. Por consiguiente, la angustiosa cuestión del más allá, en definitiva, me era innocua.
Error éste que tú me refutaste con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro en la que el Narrador y Juez, Jesucristo, arroja, en seguida de la muerte, a uno al infierno... y al otro al seno de Abraham, es decir, al paraíso.
Tiempo, empero, y palabras echadas a perder..., porque para mí las verdades religiosas resultábanme ya como cuentos de la Edad Media.
Así, cada vez más, me había inventado un falso dios...; suficientemente idealizado para poder ser llamado dios; suficientemente apartado de mí a fin de que yo no pudiese tener relaciones con él; indeterminado para poderle dejar el día que no me agradase..., a semejanza de un dios panteístico del mundo, puramente teórico o mítico.
Este dios mío no tenía ningún cielo que darme y ningún infierno a donde arrojarme. Yo le dejaba tranquilo y él me dejaba en paz, sin preocupaciones...; en lo cual consistía mi «religión».
Tú ya sabes que lo que agrada se cree fácilmente. Así yo, en el curso de mis años, estuve ya convencida de estos ideales que, aunque engañosos, me dejaban vivir a mi gusto.
Tan sólo una cosa hubiese quizás doblegado mi soberbia: un largo y profundo dolor... y este dolor no vino. Cierta vez recordó Jesús a Santa Teresa que: "Dios castiga a los que ama" (Heb., 12, 6)... Se entiende a los que ama y aceptan el dolor. ¡Yo no lo hubiera aceptado...! Y no me lo dio.
Un domingo de julio la Asociación de los Jóvenes organizó una romería. Esto me hubiera gustado... Pero otra imagen muy distinta que la de la Virgen de... Estaba desde algún tiempo sobre el altar de mi corazón: la del potentado Max N..., dueño del almacén que está al lado de nuestra oficina.
Días antes hablamos bromeando y reído.., y precisamente para aquel domingo me había invitado a un viaje de recreo, pues la persona con quien acostumbraba a salir, se encontraba hospitalizada.
El señor se había dado cuenta, por mis ojos, de que le miraba con agrado. ¿Casarme con él? Por entonces, ni lo había pensado.
Era un hombre acomodado, que trataba, con mucha cortesía, con todas las jóvenes; En cambio, lo que pretendía yo era un hombre que fuese únicamente mío. No sólo quería ser esposa... sino que anhelaba ser sola.
Tenía yo mucho egoísmo, y poquísimo espíritu de sacrificio.
En aquel paseo, Max... se prodigó en galanterías. Te puedes figurar que nuestras conversaciones de aquel día no fueron por cierto tan edificantes como las vuestras.
Al otro día tú, en la oficina, te quejaste conmigo de no haber ido con vosotros a la romería, que fue, realmente, muy grata y alabada por todos.
Yo también te hablé de las horas felices pasadas con el señor Max.
Tu primera pregunta fue...: «¿Fuiste a Misa? Riendo contesté: «¿Cómo pude ir, si la salida estaba fijada para las seis de la mañana?» Y agregué: «¡El buen Dios no tiene una mentalidad tan estrecha como la de sus sacerdotes!»
Ahora, sin embargo, tengo que aclararte que Dios, a pesar de su infinita bondad, mide las cosas con más precisión que todos los sacerdotes.
Después de aquella gira con el señor Max... sólo una vez volví a la Asociación. Fue la Noche de Navidad, porque había un algo que me atraía; pero en mi interior ya me sentía apartada dé vosotras. Cines, bailes, excursionés, se sucedieron sin cesar. Max y yo reñíamos alguna vez; pero siempre supe encadenarlo a mi cariño.
Muy molesta resultó la «otra amante», que al salir ella de la clínica se mostró enojadísima. Y esto fue para mí una buena suerte..., porque mi calma fascinó el corazón de Max..., el cual acabó por preferirme a mí y no a la... otra!!!... usando yo siempre calma y frialdad, tranquila en mi exterior...; pero vomitando pestes en interior, logré enemistar a Max con la otra... y la despidió. (Robándole así su futuro esposo).
Estos sentimientos y malos manejos me prepararon «excelentemente» para el... infierno; pues eran de inspiración diabólica, en el sentido más estricto de la palabra. Mas ahora pregunto: ¿Por qué te estoy hablando de todo esto? Para que sepas cuál fue el camino que me llevó lejos de Dios, apostatando y rechazándolo.
Por lo demás, justo es decir, que, en mis relaciones con Max, nunca se llegó a los extremos de la familiaridad. Yo entendía que me hubiese rebajado a sus ojos, si me hubiera entregado a él antes de tiempo; y por lo mismo logré contenerme.
Sin embargo, estaba dispuesta a todo cuando así lo hubiera juzgado útil. Debía conquistar a Max..., para lo cual nada habría sido demasiado caro. Desde luego, entre nosotros, el cariño iba en aumento día tras día, porque ambos teníamos óptimas cualidades para nuestra completa felicidad. Distinguíame yo en ser hábil, suficientemente experta o culta y de amena conversación y así, con gran destreza, retuve a Max... y logré en los últimos meses, antes del matrimonio conseguirlo exclusivamente para mí.
Esto acabó con mi poca religiosidad. No supe armonizar mi estima del novio con el amor a Dios, pues, por las pasiones que son un estímulo y un veneno, me dediqué del todo al novio cual «idolatrándolo» a la par que me «idolatraba» a mí misma, atrayéndolo a mis vanidades y caprichos no siempre buenos, ofendiendo así bastantes veces al Señor, por mi ideal rastrero de casi sólo buscar el placer de los sentidos.
En ese tiempo criticaba yo, en la oficina, contra los curas; contra los buenos católicos motejándolos de «santurrones»; contra las indulgencias; etcétera.
Tú te esmerabas, con más o menos ingenio, en defender estas cosas, sin que llegases a sospechar, que, en lo más intimo de mi ser..., no me refería a tales verdades. Lo que yo buscaba era una excusa a favor de mi conciencia intranquila, que la necesitaba para así justificar con razones la apostasía de mi fe.
En lo más hondo yo me rebelaba en contra de Dios. Tú no podías comprender la realidad mía... Me juzgabas aún católica y por otra parte yo afanábame por parecerlo, cumpliendo en lo exterior todos mis deberes eclesiásticos. Pensé que la simulación, o hipocresía, no me vendría mal.
Tus contestaciones a mis dificultades eran apremiantes y justas...; pero en mí no hacían mella ninguna.
Por estas situaciones ya antagónicas en nuestras relaciones, el dolor de nuestra separación, fue casi nulo, por motivo también de mi matrimonio.
Antes de esta mi boda me confesé y comulgué una vez más. Había que cumplir con las apariencias. Mi marido y yo, acerca de esto, teníamos las mismas ideas. Era una formalidad... y la cumplimos. Vosotros juzgáis indigna una Comunión en esa forma... Sin embargo yo sentí «alivio», por descargarme ya de esa atención o requisito nupcial... De todos modos fue la última... Nuestra vida matrimonial se deslizaba, en general, favorable.
El mismo parecer en casi todos nuestros puntos de vista. También en esto...: Que no queríamos el peso de los hijos. Mi marido soñaba en un vástago... uno solo. Pero yo con mis mañas y mis razones le aparté de sus deseos.
Vestidos de moda, muebles de lujo, tertulias de café, paseos y viajes en automóvil, y diversiones a granel..., era lo de mi mayor agrado.
Fue un año de luna de miel divertidísimo el transcurrido entre la boda y mi muerte repentina.
Cada domingo salíamos en un turismo a metas distintas..., o íbamos a visitar a los parientes de mi esposo. De mi madre ni el recuerdo siquiera... Me avergonzaba de ella...
Reíame a menudo, mas nunca era yo feliz en mi alma. Sentía en mi interior un vacío inexplicable, un "algo" que me turbaba...: La idea de que algún día se acabaría mi dicha de entonces.
Pues siempre recordaba lo que oí en un sermón cierto día de mi juventud: que Dios premia toda obra buena, y cuando no lo podrá hacer en la vida venidera, lo hará en la presente.
Y en efecto, hasta tuve una inesperada herencia de mi tía Lotte, y mi marido logró ingresos mucho mayores; con lo cual pudimos arreglar más elegantemente nuestra vivienda.
La religión nos hacía llegar su luz salvadora, pero ya descolorida y débil (por silenciarse los novísimos), y tan sólo de lejos (porque, después de casados, quizás hasta ya no fueran casi nunca a misa en domingos ni en otros días de precepto).
Para colmo, los cafés y los hoteles que nos recibían en nuestras excursiones, nos apartaban cada día más de Dios...
Si en nuestros viajes visitábamos alguna vez las iglesias, lo hacíamos tan sólo por las obras de arte que había en ellas. El soplo religioso de las catedrales se neutralizaba con la crítica de algo accesorio: un fraile taciturno y encapuchado; o de pobre indumentaria; lo raro de que los monjes elaboren licores; el persistente repicar de las campanas... Todo esto cooperó a apartar de mi la Gracia que de vez en cuando llamaba a mi corazón.
Me burlaba de las escenas medievales: pinturas del infierno en muchos cementerios..., con figuras de demonios que están asando las almas...
¡Clara!... te puedo decir ahora que uno puede equivocarse en pintar el fuego del infierno, pero la realidad es mucho más «terrible». Yo me burlaba, a más no poder, de «este» fuego y en cierta discusión que tuvimos encendí un cerillo y te lo puse bajo la nariz preguntándote si tenía olor de infierno. Sin más, tú me lo apagaste... Aquí nadie puede apagar las llamas de este fuego.
Te lo puedo asegurar, de verdad, ahora: el fuego del cual se habla en la Biblia no significa tormento de la conciencia, no,... fuego es fuego... y hay que entenderlo a la letra, como dice el Evangelio: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno..., literalmente.
Tú dices: ¿Cómo puede el alma (espirltual) quemarse con el fuego material? Te pregunto a mi vez: ¿Cómo puede tu alma sentir el fuego, cuando pones el dedo sobre una llama?... En efecto, el alma no se quema y sin embargo el tormento lo experimenta toda la persona. Del mismo modo aquí nosotros estamos amarrados al fuego, según nuestra naturaleza y según nuestras facultades. Nuestras almas carecen de su natural y libre espontaneidad; aquí nosotros no podemos pensar lo que queremos..., ni como queremos. No te maravilles de estas mis palabras.
Este mi «estado» de ser, que a vosotros nada dice, a mí «me quema» sin consumirme.
Nuestro mayor tormento consiste en saber, con certeza, que nosotros «nunca más» veremos a Dios... Y esto ¿cómo puede atormentarnos tanto, cuando allá en la tierra, esto mismo nos dejaba indiferentes?
Mientras aún está el cuchillo sobre la mesa, te quedas tranquila..., se ve que está afilado, mas no te hiere... Clava el cuchillo en tus carnes y gritarás dolorida. Es decir, actualmente nos atormenta la pérdida de Dios; antes, en vida, sólo pensábamos en ella.
No todas las almas sufren lo mismo. ¡A mayor maldad o perfidia, y a mayor gravedad y número de pecados, corresponden mayores tormentos!
Los condenados católicos sufren más que los de cualquier religión, porque en general recibieron más gracias y luces...; de las cuales abusaron. El que tuvo mayor inteligencia, sufre más que el que tuvo menos. El que pecó por malicia, tiene más infierno que quien pecó por debilidad.
Las penas de cada uno están en relación directa de sus culpas; si no fuera así, yo tendría más motivos para aumentar mi odio.
Recuerdo que un día me dijiste que nadie va al infierno sin su propio consentimiento, según le fue revelado a una santa. Yo me reí...; pero después me atrincheré detrás de esta aclaración pensando que, en caso de apuros, tendría tiempo para dar marcha atrás...!!! Sin embargo, tenias razón. Verdaderamente, antes de mi súbita muerte, no conocía el infierno tal como es. Pues nadie lo puede conocer ni entender bien en vida. Pero yo sí tenía ya este presentimiento: «si mueres, irás al otro mundo, rápida como una flecha, y allí sufrirás las consecuencias de tu actitud contra Dios»
Como ya te he dicho, no quise dar marcha atrás, porque era yo arrastrada por la corriente de las malas costumbres.
Inesperado choque mortal
Así fue mi muerte: Hace una semana (hablo según vuestro modo de contar y de medir, porque por los tormentos que yo sufro me parece hace mil años que estoy quemándome aquí)... mi cónyuge y yo, hicimos nuestra última excursión. El día era espléndido y yo me sentía de lo más feliz, y esa felicidad me duró todo el día.
De regreso, al anochecer, mi marido se deslumbró por los focos de un vehículo que, muy veloz, venía de frente. Perdió el control, y al chocar, exclamé: ¡Jesses = Jesús!; pero no como oración, sino por impía desesperación, dado a mi acostumbrada aversión a Dios. Morí, pues, mal, tras haber sentido un dolor agudísimo, que no es nada comparándolo con las penas actuales. ¡No me di cuenta de más!
Te diré un «algo» que pasó esa mañana; un algo que hubiera cambiado mi rumbo. Pasando un coche delante de una Iglesia, pensé o creí oir una voz que me decía: «Tú podrías ir a oír la Santa Misa». Era una débil imploración.)
Pero mi claro y resuelto «No» cortó esa propuesta o razonamiento, terminando por decir: ¡Con estas cosas hay que acabar de una vez. Cargo con todas las consecuencias!... ¡Y de verdad que ahora sufro las consecuencias!...
Sabrás ya lo que sucedió después de mi muerte. Yo conozco lo referente a mí esposo, a mi madre y otras eventualidades, así como sé, con todos sus pormenores, lo que ocurrió respecto a mi cadáver y los funerales, debido a los conocimientos extra-naturales que aquí se poseen.
Por lo demás, lo otro que acaece en la tierra sólo lo sabemos confusamente. Pero lo que nos toca de cerca lo intuimos con más nitidez.
Por eso veo claramente donde tú estás ahora.
Cuando desperté de la oscuridad, después del impacto, me vi como inundada por una luz deslumbradora. El lugar era el mismo donde caímos; ¡allí estaba mi cadáver!
Me pareció estar en un teatro cuando en el salón de pronto se apagan las luces...,el telón se mueve lentamente, y se abre una escena apocalíptica: ¡La escena de mi vida!... Mi alma se vio a sí misma... como en un espejo. Vi las gracias pisoteadas desde mi niñez hasta el último «No» frente a Dios. Me vi cual asesino, a cuyo proceso judicial estuviera presente la víctima innegable que él degolló. ¿Arrepentirme? No, nunca...
¿Avergonzarme? Por ningún motivo... Sin ver a nadie sentía la mirada de Dios sobre mí... ¿Qué hacer? Lo único que se me ocurrió fue «huir».
Como Caín se alejó corriendo del sitio donde estaba el cadáver de Abel..., así mi alma huyó de aquel otro lugar fatídico.
Este fue mi juicio particular... Oí la voz del Juez divino o su sentencia fulminante de: «Apártate de mí...» Y entonces mi alma, cual llameante ascua de azufre ardiendo, descendió al lugar de tormentos eternos.
Conclución de Clara
Aquella mañana, al toque del «Angelus», temblorosa todavía por la noche espantosa, me levanté y bajé corriendo a la capilla.
El corazón me latía hasta la garganta. Las pocas personas devotas que allí estaban arrodilladas a mi lado..., se me quedaron mirando... pues tal vez pensaron que mi excitación se debía a lo mucho que corrí para llegar a tiempo.
Una buena señora de Budapest, sonriendo, me dijo después: «Señorita, el Señor quiere ser servido con calma, no precipitadamente». Pero en seguida se apercibió de que otra cosa fue la que me puso tan nerviosa..., y procuraba consolarme.., mientras yo me decía: «¡Sólo Dios me basta!»... Sí, El sólo me debe bastar en ésta y en la otra vida. Quiero poderle gozar un día en el Cielo, por más que en la tierra tenga que sacrificarme mucho... ¡No quiero ir al infierno!
Colofón. Dios escuchó a esta otra joven, pues ingresó en un Convento donde muy pronto su bendita alma voló a la Jerusalén celestial.
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